Transcurría el último trimestre de 2005, cuando la prensa colombiana comenzó a promocionar un festival de arte y literatura que se realizaría en Cartagena a finales de enero de 2006. No sería un evento cualquiera, afirmaban que Gabriel García Márquez en la cúspide de su gloria había confirmado su asistencia y eso ya sentenciaba la calidad de lo que pasaría allí.
Huir del hemisferio norte en enero no es un gran sacrificio por las temperaturas heladas, los vientos, lluvias y muchas veces la nieve que en todo se atasca. Me puse en marcha hacia Cartagena con mi esposa y adquirí entradas anticipadas a varios de las presentaciones del festival, organizado por una empresa inglesa.
Luego de un largo viaje, hicimos un trasbordo en Panamá y al subir al último avión que nos llevaría a Cartagena en un corto vuelo, nos llamó la atención un hombre en silla de ruedas acompañado de una señora delgada y alta. El hombre que no parecía tan mayor, era incapaz de sostenerse de pie, se quejaba levemente con cada movimiento brusco y se sentó con mucho trabajo justo en la fila frontal inmediata. Como si el pobre hombre para evitar el dolor, necesitara un avión forrado en algodón. Una azafata colaboró con la pareja en acomodarse y sin tardanza, el avión nos puso en camino. El descenso debió ser igual de penoso al abordaje, nosotros perdimos de vista a la pareja y no la vimos más.
El festival dio inició y en una de las primeras presentaciones en Cartagena, se corre el telón, el público aplaude y entre los presentadores debidamente sentados a la izquierda de la audiencia, estaba el personaje maltrecho del avión en Panamá. Era Roberto Fontanarrosa el genial caricaturista, escritor y fiel hincha rosarino, llamado por sus íntimos como “El Negro”, con una amplia sonrisa y una apariencia de comodidad, sin la silla de ruedas a la vista, que nadie hubiera pensado que era la misma persona que vimos días atrás. No dudé en pensar, en el regalo generoso de Fontanarrosa en hacer ese largo viaje desde la lejana Argentina, para regalar su humor y presencia a los asistentes del evento en Cartagena.
Leí luego que Roberto padecía de una esclerosis muy severa que lo atormentaba diariamente y que casi lo tenía prácticamente marginado del trabajo. Varias décadas antes, estando yo en la secundaria en Pereira supe de Fontanarrosa, como autor de las brillantes series “Boogie el aceitoso”, “Inodoro Pereyra” entre muchas. Los trazos de las figuras, monólogos y diálogos de sus personajes eran siempre precisos, mordaces, atrevidos. Fontanarrosa nunca respetó estatua en su pedestal y era perfectamente capaz de burlarse de él mismo. De seguro tenía devotos seguidores y por supuesto detractores que deseaban lo peor para el dibujante.
Al final de esa presentación y de manos del escritor español Fernando Savater, instante que seguro recordará, le dieron los organizadores a Fontanarrosa un libro antiguo que agradecido dijo con mucha gracia, que todo su vecindario en Rosario había salido a las calles para celebrar, causando una estruendosa carcajada en todo el auditorio. Supe luego que el desfile como una premonición, se dio al regreso de Roberto a su pueblo en Argentina.
Fontanarrosa muere un año y medio después y ocupa ese lugar entre los inolvidables de la cultura no solo argentina sino latinoamericana, que coincidiera con tiempos aciagos para la democracia en el cono sur y a nivel global con la funesta guerra fría. Sus dibujos retaban un orden establecido y su mensaje fue una voz contra la oscuridad.
Roberto ya tomó su viaje sin regreso junto con “Boogie” y con “Pereyra”, pero entre nosotros contamos con alguien que recoge las banderas del humor, la estocada, la impertinencia y que corta por igual rabos y orejas semanalmente en publicaciones nacionales, como es Julio César González. Ha pisado callos hasta ganarse amenazas de muerte por cuenta de fanáticos y uno que otro despistado. Fortunosamente “Matador” no necesita avión, él ya vive en Pereira.
Publicado originalmente en el suplemento Las Artes de El Diario. Pereira, Colombia.