ficción
El 23 de abril del año del Señor de Un Mil Quinientos Cincuenta y Uno, un lunes para ser exactos, unos marinos trajeron al desembarcadero de Cartagena con especial cuidado, un personaje con mala salud que llegaba en la nave Santa Clara desde el Darién, buscando cupo en el próximo barco con destino a España acompañado de una pequeña comitiva.
Pronto se supo que el ilustre viajero ya setentón, había sido un famoso conquistador en las guerras del Perú contra Atahualpa y su imperio, fundador de varias ciudades de renombre y un proveedor de oro y riquezas que bañaron a las católicas majestades por décadas, despachadas por él.
Prueba de su poderío remanente, fue su considerable menaje empacado en pieles, mantas, corteza vegetal y hasta barriles donde transportaba desde quesos, pescado, higos, hasta carne de membrillo, aparte de escudillas de oro, plumajes y piedras preciosas.
El visitante tuvo un recorrido difícil desde Panamá, por un dolor punzante como estocada repentina al lado del corazón sintiendo que era su hora llegada. Se sintió morir, pero todavía consciente dictó órdenes a su capitán Andigno para dejarlas por escrito y que se cumplieran al pie de la letra una vez llegados a puerto. Para colmos, una tormenta durante la travesía parecía quererse tragar a la embarcación amenazando con llevarlos al fondo del mar.
Tuvo horas sin fin durante el viaje, para acordarse de que su mala fortuna había iniciado en 1546 cuando tuvo que castigar a Robledo que lo retó entrando a sus territorios, comportándose como un ladrón y retando sus repetidas advertencias. El, que había tenido trato y negocios con Jiménez y Federmán, con los hermanos Pizarro y con Almagro, y muchos otros castellanos, que había recorrido desde Nicaragua hasta Cuzco, siendo invitado en más de una ocasión a repudiar la realeza de España y probando su lealtad no lo hizo. Por la muerte a garrote de Robledo, había tenido que encarar un juicio de residencia, con una defensa pobre y todos sus malquerientes haciendo coro y terminando con una condena a muerte.
Alguien le sugirió que se fuera a los territorios portugueses en Brasil para librarse de la sentencia y se molestó. – No señor, en las batallas más temibles nunca corrí. Dormía con la espada desenvainada, pero nunca evité el combate. El emperador Carlos V debe recordar mi nombre y si no le gana la ingratitud me dará el indulto. Me hice viejo cubriéndolo de gloria y oro a él y su familia, pagando el quinto de ley mientras yo me jugaba la vida contra los naturales, la selva y las alimañas. Caso de no ser perdonado, me verán caminar al cadalso con la frente en alto.
-Pareciera que la Divina Providencia me quisiera recoger, antes que el verdugo trunque mi vida, cumpliendo la sentencia de mis enemigos y salvándome de la humillación del perdedor.
El 24 de abril la pasó dormido mientras se quejaba, apenas probó bocado y no hubo cambios en su salud. El día 25 el enfermo se dio cuenta de no sentir su lado izquierdo del cuerpo y de experimentar la sensación de que se iba y le ordenó a su capitán Andigno ir a buscar sin demora a uno de los escribanos reales de Cartagena de Indias para legalizar su testamento.
Al llegar el capitán en un coche al patio del escribano, su saludo fue:
–El gobernador se nos muere. No tenemos mucho tiempo y quiere testamentar.
–No sabía que Don Pedro se quejara de enfermedad, dijo el escribano con expresión de sorpresa.
Andigno aclaró: – No es Don Pedro de Heredia. Es el Adelantado, Capitán General y Gobernador de por vida de Popayán por su sacrificio y merced real.
-¿Cuál es su nombre de pila?
-Sebastián Moyano y Cabrera.
El escribano no pareció reconocer el nombre y pidió más información.
-¿Natural de dónde?
-de Belalcázar, Andalucía contestó el militar. –Mi señor lleva tiempo reconocido como Sebastián de Belalcázar.
El día 28 terminaron el testamento, donde quedó estipulado el valor de sus bienes de viaje y nadie preguntó por sus valiosas tierras, muebles y encomiendas que tenía en Popayán, que seguro se repartiría su numerosa prole. Pero en cambio se fijó en detalle el costo de misas, rosarios, novenarios y demás rezos para tratar de salvar el alma de Belalcázar. El escribano le pidió que firmara el escrito y llevado de la mano desvanecida, trató de hacer una cruz, porque era analfabeto y no sabía firmar.
Luego de recibir los óleos y ser escuchado en confesión por un fraile franciscano que apenas entendió a un angustiado enfermo que murmuraba, el conquistador expiró el lunes 30 de abril cumpliendo así su condena a muerte, librándose del horror de encarar al verdugo.
Publicado adicionalmente en el suplemento “Las Artes” de El Diario, el 31 de marzo de 2024 en Pereira, Colombia.