Debía tener unos diez años, cuando un sábado cualquiera y de la mano de mi abuela Dolores, estaba en el cementerio de San Camilo en Pereira, pasadas las once de la mañana y bajo un sol fuerte. Ella no me explicó la razón de ir, pensando que no tenía edad para entenderlo. Fuimos para trasladar las cenizas de su segundo esposo Juan de la Cruz, desde su tumba, al osario que había comprado en los sótanos de la iglesia.
La cita era impostergable, porque de no recoger los huesos del difunto, irían a parar al osario común, junto a los miles de cuerpos que ya emprendieron el viaje y que con menos fortuna, nadie los reclama pasando pronto al olvido.
Dos hombres desenterraron la caja y quitaron la tapa en relativo poco tiempo. Yo no vi todo lo que hubiera querido, pero me llamó la atención el estado lamentable de la tela que cubría las paredes interiores ya amarillenta y raída como si alguien la hubiera hecho flecos a propósito. Lo que había sido el cuerpo del difunto era una masa que nunca supe dónde tenía la cabeza y dónde los pies. Mi abuela me mantuvo a raya para que yo no viera los detalles, todavía era más alta que yo. Lo que sí percibí, era que la masa que ocupaba la caja, era como tierra de abono extraordinariamente negra. Ella que nunca hacía un drama, rompió a llorar acompañada de una hija adulta del difunto y se calmó para rezar unos padrenuestros por el eterno descanso del muerto.
Acto seguido, los hombres pusieron en el suelo una bolsa plástica donde irían los restos humanos. Con un regatón, golpearon por la mitad el cuerpo y en dos partes colocaron todo lo que parecía humano adentro. Sin cura, ni ceremonia, caminamos unos minutos hasta el osario donde se depositó la bolsa y se selló con trozos de ladrillo unidos por cemento y arena que serían recubiertos por una tapa de metal negra marcando los apellidos de la familia propietaria.
El regatonazo me pareció indigno, aun sabiendo que a los muertos ya nada físico les duele y que yo no tenía lazos de consanguinidad con Juan de la Cruz. El y mi abuela se habían casado estando ambos viudos y muy adultos para tener descendencia. Al osario no creo que haya ido de visita más de dos veces. Era frío, oscuro y estrecho. Era el último lugar que uno quiere visitar.
Me tomó décadas regresar voluntariamente a un cementerio y fue en París, donde comencé con lugares como Montparnasse, Père Lachaise y Montmartre que están llenos de esculturas, calles bien delineadas, lozas y mármoles que son verdaderas obras de arte e incluyen mapas para guiar a los visitantes a las tumbas de celebridades y famosos. Son pequeñas ciudadelas. Antes de ingresar, sobresale el estilo greco-romano inspirado en el Renacentismo.
El Panteón es una estructura distinta a los demás cementerios, porque los muertos descansan bajo techo, dedicado a guardar las cenizas de algunos ilustres de Francia. Su construcción tardó treinta y cuatro años pensada originalmente como una despampanante iglesia (Santa Genoveva) dedicada por un monarca a su mujer muerta. En el último siglo, ya ha sido reformado y restaurado en varias ocasiones.
El Panteón tiene un frontispicio de imponentes columnas y un domo como tantos otros edificios clásicos de Europa y las Américas. La dedicatoria que da a la calle reza: “A nuestros grandes hombres la patria reconocida.”Los expertos afirman que su estilo se combina con conceptos góticos. Inaugurada como templo religioso, vendría luego la revolución francesa de 1789 que expropiara muchos bienes de la iglesia católica y rededicara edificios y monumentos.
Alguien pensó que en vez de una iglesia más, fuera un templo republicano que albergara las cenizas de personas fundamentales para la revolución, como Voltaire y Rousseau. Las tumbas de ambos pensadores irónicamente quedaron frente a frente, a muy corta distancia. En vida, apenas tuvieron una breve amistad epistolar para distanciarse y evitarse mutuamente hasta la muerte. Fallecieron con apenas treinta y tres días de diferencia.
Existen también varias tumbas de militares del tiempo imperial que muy pocos reconocen, pero alberga a los que considero los inolvidables, como a Víctor Hugo, Emile Zolá, la pareja de científicos Marie y Pierre Curie, el socialista Jean Jaurès, el luchador antinazi Jean Moulin y el escritor André Malraux. Unas rejas separan las lozas de mármol de la vista del público y se pueden ver las coronas ya marchitas, cruzadas por el tricolor francés.
Hoy día nadie con menos de diez años de muerto, siquiera es considerado para recibir el honor de quedar en el Panteón y resulta imposible que ocurra sin aprobación presidencial. En el pasado, un par de ingresados como Mirabeau y Marat inicialmente honrados como emblemas de la revolución, fueron expulsados de sus nichos, luego que se sospechara de su fidelidad secreta con la monarquía.
Las paredes están adornadas con frescos, lienzos y exquisitios alto relieves con un alto grado de realismo, que narran un episodio o una hazaña y por temporadas, los amplios corredores sirven de escenario para exhibiciones de figuras de gran formato que difícilmente encontrarían espacio en otras salas de la ciudad. Sobresale un péndulo muy alto, movido por la rotación de la tierra y en su base está delimitado por una circunferencia.
Conocer el Panteón vale la pena, pero aunque suene a sacrilegio, creo que le falta color. El tema de la muerte y su representación visual en la cultura occidental, no debería ser tan gris, que aunque elegante, es lúgubre. Al fin y al cabo, con esos monumentos no es la muerte la que uno celebra, es la vida de la persona que ya partió. Lo que hizo por los demás, lo que dijo o lo que amó. Como rezara un curioso cartel en las manifestaciones recientes de París contra el terrorismo: “Declarémosle la muerte a la muerte”.
Publicado originalmente en el diario El Nuevo Siglo de Bogotá, Febrero de 2015.